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El cantante argentino, que triunfó en Sant Jordi, lanza su primer libro, un disco mano a mano con Enrique Bunbury y explica su universo creativo.

Luis Ventoso, para ABC

Si se retirase mañana, Andrés Calamaro, nacido hace 53 años en Buenos Aires, quedaría ya como una de las figuras mayores del rock en español, para algunos, la primera. Pero sigue con hambre. Acaba de presentar un libro de ensayos, el recomendable «Paracaídas y vueltas» (Cúpula), que ha firmado como rosquillas en Sant Jordi. Además publica disco, «Hijos del pueblo», un mano a mano con Enrique Bunbury, fruto de sus andanzas conjuntas mexicanas. El músico y poeta argentino se cuenta en ABC, con calma y detalle, en víspera de coger el avión insomne que lo llevará a Buenos Aires, de vuelta con su familia («Soy incapaz de dormir en el aire»).

–Acaba de publicar un excelente libro. ¿Es una radiografía sentimental? ¿Las Polaroids de una mente insomne? ¿Un homenaje a su completa cultura-pop, y de la otra? ¿Todo eso y nada?

–«Paracaídas y Vueltas« podría encasillarse en la categoría de «Guía Michelín para el pensamiento roquero evolutivo». Contiene improvisaciones, pero hay composición también. En términos tauromáquicos le di doscientos pases al toro. La primera oreja, que la pida el público. Si hay más bronce, que lo decida la posteridad. Todo y nada.

–¿Qué tipo de satisfacción le ha dado el libro diferente a la de publicar discos?

–Dicen que los libros están dos escalones arriba de los discos en la escalera al infierno. Estoy satisfecho, porque tiene muchos detalles interesantes, porque viví primero para escribir después. Disfruté escribiendo estas cosas. La búsqueda de la letra de una canción es un encuentro complicado con la hoja en blanco, pero escribir con libertad ha sido tan placentero como una bocanada de oxígeno.

–Leyéndole, entran ganas de una autobiografía más detallada, un poco al modo de las «Crónicas» de Dylan. ¿La habrá?

–No está en mis planes escribir una biografía que comprenda mi infancia y otros episodios personales íntimos o familiares. Entiendo que de esta forma estoy ofreciendo claves personales más interesantes que la novela de mi vida. Prefiero exponerme así, claroscuros y acuarelas. Para echar luz sobre las cosas vamos a necesitar del concurso de la sombra, más que el de un confesionario donde contar los años de los pantalones cortos, que bien olvidados están.

–¿Quiénes son sus santos literarios de cabecera y qué es lo último que ha leído?

–La mía es una religión literaria primitiva, me pesa más aquello que nunca he leído. Tengo respeto sagrado para el gran universo literario y todos sus santos y cierto pudor en ofrecerle una lista de mis lecturas. No soy gran cosa como lector, no tengo entrenamiento académico ni universitario. Últimos libros emblemáticos: «Juan Belmonte, matador de toros» (rigurosamente cierto es que el ultimo que leí fue «Juan Martínez, que estaba allí») y «El arte del birlibirloque» [de José Bergamín]. Sigo leyendo «La broma infinita» [Foster Wallace], «La Grande» [J. J. Saer] y «Confesiones de un burgués» [Sandor Marai]. Mientras tanto sus autores se suicidaron o han muerto, aburridos de mis tiempos insoslayables como lector profano.

–¿Qué pasará el día que se publique el último libro de papel?

–Ese día los músicos vamos a pensar: «Ya lo avisamos y nadie nos hizo caso». Nadie derramó una lágrima cuando la evolución tecnológica le restó encarnadura a los discos en su forma tradicional. ¡Hay que joderse! Creo que mientras se sigan imprimiendo libros habría que evitar la proliferación de los formatos virtuales digitales.

–Su padre es un intelectual respetado, impulsor del desarrollismo ¿Qué libros circulaban por casa? ¿Le decepcionó tener hijos músicos?

–Mi padre, que en Sant Jordi cumplió 98 años y publica desde 1933, fue un lector académico mientras pudo sostener un libro. Siempre me alentó a componer música, él sembró la semilla del amor a la música en la familia. Pero nunca le pedí permiso para publicar un libro. En la familia respetamos la categoría intelectual de mi viejo. Él es el que sabe.

–Recuerdo cuando escribía artículos en el extinto «Diario 16», en un despacho «okupado» del que salía un humo curioso. ¿Cómo escribe hoy?

–Ahora me gusta escribir en la segunda mañana, mientras termino de despertar con mate, la infusión rioplatense. Prometí dormir de noche y las promesas se cumplen.

–¿Qué les diría a los quisquillosos, como quien suscribe, que consideran levemente engolado a su socio Bunbury? Aunque lo cierto es que su disco juntos funciona.

–Enrique Bunbury es una de las inteligencias más interesantes de España. Sabe escuchar y, ciertamente, sabe cantar y ofrecer una puesta en escena. Es más artista que yo. Ha puesto distancia entre sus críticos y su vida, tanto como veinte mil millas de distancia. Me consta que es un ciudadano musical de gran cultura y pensamiento propio; bien informado, analítico, con una visión lucida. En México lo aprecian como si fuese los Beatles reunidos.

–Escuchando sus discos, uno concluiría que usted tiene dos grandes temas: las mujeres y los amigos ausentes. ¿Ha llegado a conocer ya a las mujeres? ¿Espera ver en un más allá a los amigos ausentes?

–Para mí «las mujeres» es una sola mujer. Fui educado en el feminismo ateo y cultural. De los amigos ausentes queda algo en el aire. No fueron olvidados.

–Muchos creen que «Honestidad Brutal», que parece el relato de una ruptura, como el «Blood on the tracks» de Dylan, es su obra maestra. ¿Admite el tópico de que el mejor arte sale del dolor?

–No es un disco de ruptura, más bien es el apogeo, caída y resurrección de un mujeriego serial y sentimental, que quiso beberse de un trago los últimos suspiros del final de un siglo. También es un disco político. Muchos poetas entienden que el dolor es inspirador y la alegría les seca los motivos. Admito cierta energía en la tristeza, pero también entiendo que puede paralizarte. Creo en el «duende» lorquiano, algo que se tiene o no se tiene, algo que aparece caprichoso, misterioso. Lo necesito para cantar y contestar una entrevista.

–Este verano, en San Sebastián, volverá a telonear a Dylan, como en el cambio de siglo. ¿Qué espera?

–Bob Dylan tiene una memoria formidable, íntimamente estoy esperando que recuerde demasiado y me expulse de su concierto donostiarra. Personalmente voy a concentrarme en cantar bien un repertorio más arriesgado. Hace quince años me trató con amabilidad, se interesó por mí, por lo que hacía en los conciertos y por mi último disco, el infame «Honestidad Brutal». Espero poder estrecharle la mano y contarle del torero artista y boxeador que vive en las orillas del Guadalquivir [su amigo Morante]. Despedirnos como corresponde.

–Dylan ha dicho en alguna entrevista que la creatividad que tuvo en los sesenta fue una epifanía, un fuego sagrado que asume que nunca volverá. ¿Ha sentido algo así?

–Sí. Conozco esa epifanía, pero me temo que sé de dónde venía y prefiero no contarlo. El libro ofrece pistas. En otros términos, tuve auténticas epifanías gracias a la música y otras glorias del espíritu y de la carne. De momento celebro haber publicado un libro en mi quinta década y evitarme el desagrado de una novela iniciática y adolescente escrita a los 25.

–Me gustaría escuchar un disco suyo producido por Daniel Lanois.

–No tengo urgencias por encerrarme en el estudio. Estoy transitando por una paradoja como la de Lars von Trier, que renunció al vodka y ahora encuentra complicado filmar con el mismo entusiasmo. Considerando que yo soy abstemio, tal vez esté transitando sin alarmas un episodio de haraganería.

–«El vídeo mató a la estrella de la radio», se cantó en los ochenta. ¿E internet ha matado a los músicos?

–Internet le hizo un daño importante a la música, en cuanto a la importancia de episodio discográfico, aquello que nos permitió escuchar a The Beatles, a John Coltrane o Los Chichos. Es complicado explicar por qué seguimos grabando discos. Debería acoplarme a los cambios inevitables, pero prefiero seguir peleando, incluso cuando la batalla parece perdida. Internet también está matando al periodismo, si es que no se está suicidando. Y también está exponiendo una suerte de opinión nefasta y ridícula.

–Un poco de política: me da la sensación de que a usted el paso del tiempo lo ha hecho más tolerante, como más escéptico ante el hecho de que una única ideología cerrada pueda tener toda la razón o dar solución a todo…

–Pues está muy bien explicado mi punto de vista. No creo que un sistema rígido sirva para conformar a la mayoría y sostener a la clase media, gente con oficio como nosotros. El problema con los sistemas es que desafinen. Su análisis es correcto. La puesta en escena de la política en Argentina es la confrontación social, y reverdecen sectores reaccionarios causantes de nuestros peores episodios.

–Usted venera la amistad ¿Le ha fallado mucha gente? En el libro anota que «mis mejores amigos son gánsteres, chorros, piratas y toreros». No sé si seguirá así la cosa….

–Soy un solitario, tengo compañeros que viajan conmigo y me cuidan la espalda. En la batalla, los demás soldados se convierten en tus mejores amigos. También tengo amigos. Si la amistad es noble va a resistir la distancia y el tiempo. No tengo que lamentar rencores. Sigue así la cosa.

–Una curiosidad. El grupo gallego Os Resentidos cantaba aquello de «Fai un sol de carallo», ironizando sobre la gente que lleva gafas de sol en sitios cerrados. ¿A qué atiende su caso?

–Uso lentes de aviador para taparme un poco, son graduados y me permiten leer disimuladamente las letras de las canciones. Pero soy un transeúnte que camina por la calle con normalidad. No vivo detrás de un simbólico cristal ahumado.

–¿Qué máximas le daría a su hija para una vida buena?

–Mi hija tiene ocho años. Juega al golf, estudia piano y habla bien inglés. Ya podría darme consejos a mí.

–He visto a The Who tocando con 70 años. A ratos todavía asombraban. ¿Hay que morir en el escenario?

–Un músico puede permitirse un retiro torero para volver si el cuerpo se lo permite, y siente que tiene cosas dentro para mostrar. También puede volver si necesita el dinero, son muy pocos los músicos que hacen guita y tienen ahorros reales. Muy pocos o ninguno. A mí la fantasía de colgar los botines me parece atractiva. Escucharía más música, me sentiría libre para reinventarme y volvería a ensayar… Para el eterno retorno.

–La última: ¿Por qué no arranca la maravillosa Argentina?

–Argentina no tiene una historia sencilla. Lamentamos una brecha entre aquellos que más tienen y los que casi nada tienen, pero tampoco está muy claro el papel de la clase media. Quizás necesitamos ser más transversales y menos sentenciosos. América Latina es complicada. Nobleza obliga a suponer que sigue sangrando por las venas abiertas. Lo que no está claro es si se está suicidando o la están desangrando para hacer morcillas.

«Fuera de toros y flamenco, casi todo parece superficial y frívolo»

L. VENTOSO CORRESPONSAL EN LONDRES

Calamaro, una presencia constante en España, habla también sobre el país y sobre su pasión creciente, la fiesta de los toros, que defendió en ABC en un sonado artículo.
–Viviendo en el extranjero, me apena lo mal que nos tratamos los españoles a nosotros mismos, porque creo que tenemos un país de un bienestar notable. Usted, que va y viene, ¿cómo ve España?

-Sin duda España es un país digno de vivirse y estudiarse; el colorido que ofrece es inopinable. Quizás se hayan implementado recetas que no ayudan a nuevos segmentos sociales, como los inmigrantes, los parados, los desahuciados y las víctimas del IVA cultural más alto de Europa. Pero de momento no veo que haya que lamentar una brecha social profunda, más allá de la interpretación del ejercicio de la libertad y la forma en que se lee esta sagrada partitura. Estaré atento a los cambios y espero percibir señales positivas en el ámbito social y cultural.

–¿Por qué los toros? ¿Cuánto le ha costado de prestigio esa afición entre el público que se hace llamar «progresista» o «animalista»?

–Fuera de los toros y el flamenco, casi todo parece superficial y frívolo. La tauromaquia involucra al campo ganadero, al pueblo llano, al concierto social todo. Lleva ilusión a ciudades y pueblos; involucra estética, liturgia y heroísmo. Personalmente me siento prestigiado por haber encontrado un espacio sui géneris en los toros. Los animalistas fundamentalistas no son portadores de una moral superior, y la gran mayoría todavía vive con sus padres, no se han contrastado en ámbito alguno. Pero responden a un orquestado sistema de falacias que es la demagogia clásica. Lo imperdonable es que odien a maestros y aficionados. Que ignoren la armonía del campo ganadero y no consideren la alegría del pueblo. Además impulsan el sangrado de personas (se confiesan potenciales torturadores) y desean el mal físico a sus semejantes. El abolicionismo nos recuerda, en muchas cosas, a la transición alemana en la década del treinta. Una construcción demagógica en base a falacias repetidas mil veces.

–Cuando está en Buenos Aires, ¿echa de menos Madrid y al revés?

–Lamento no quedarme en Madrid el tiempo suficiente para echar de menos a Buenos Aires. Venir de gira, a presentar libros y discos, tampoco me permite la virtud de la permanencia… Ver a mis compañeros del concierto cultural, ver más toros y más futbol, la generación de proyectos. Echo de menos en la distancia a quien corresponde. Estoy esperando venir y permanecer un poco.