Volumen 11

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Volumen 11

Escribe Sebastián Exposito

“No obstante lo cual a mi soledad le sobra lastimada un bandoneón.” Andrés Calamaro se unió al rock local hace cuatro décadas y su alianza es de las más prolíficas, fieles y sinceras. Siempre tiene un homenaje a mano para “los amigos ausentes”, una palabra que pinte de cuerpo entero a aquel músico querido que se ha ido o una interpretación para pasar por su tamiz algún clásico de clásicos. Aquí, en Volumen 11 (título que no alude a su discografía de estudio sino al sonido, a esa necesidad que no queda satisfecha ni siquiera con el máximo, con el 10 de volumen), el disco respira Pappo de principio a fin. No sólo por su lograda versión de “Blues de Santa Fe”, sino también por referencias como la primera frase entrecomillada, extraída de “Tan triste no es el blues”.

Ya en el comienzo, en ese rockabilly furioso y furtivo que es “Apocalipsis en Malasaña”, Calamaro le pone fin al tema con una risa a lo Carpo, gruesa y trasnochada. Pero no es el único tributo que se cuela en el álbum. En “Como el viento voy a ver” (Pescado Rabioso), El Salmón le saca nuevo brillo a la poesía spinetteana. Su voz es cristalina y a su mando también están una guitarra certera, el bajo y un piano Wurlitzer. Hay algo de languidez en la versión, y de desnudez. La batería de Samuel Sardinas y el órgano de Germán Wiedemer completan la pintura.

Volumen 11 parte de esa usina a la que Calamaro hace tiempo definió como Grabaciones Encontradas. Pero aquí el período que enmarcan estas composiciones es bien cercano: va de 2012 al presente. Así como sacó de la galera buena parte de este puñado de 19 temas, resolvió en el estudio algunos, como “La burra”. Compuesto con su amigo Jorge Larrosa, es la yapa, el track oculto que aparece tras una larga zapada, “Trujillo libre” (registrada en un show en Perú; una intensa conversación jazzera y groovera).
Difícil condensar en un disco de estudio todos los calamaros posibles. Pero este álbum lo logra con holgura y muy buen tino. Aquí cada pieza está finamente engarzada. Y entre ellas el diálogo se desarrolla con elegancia. Pueden mostrarse festivas, nostálgicas o simplemente rockeras, pero al final todas van de la mano. Y así como el AC de “Lou Bizarro” aparece en el rapeo de “Frío y barro (2» parte)” (“El opio ya no es el opio del pueblo, no es opio ni es del pueblo”), el de “Palabras más y palabras menos” (Los Rodríguez) se vislumbra en “La noche”, y el de El Salmón regresa en “Cazador de ateos”.

Una balada irresistible como “Rock y juventud” cruzada por un loop de percusión; un blues que no es blues sino un preciso folk rutero (“Tan triste no es el blues”) y un bolero falaz compuesto a medida por los Babasónicos Adrián Dárgelos y Mariano Roger (“Mareo”); más piezas como “Las almas agradecidas”, donde despierta el crooner-cronista, el admirador de Bob Dylan, y “Blues y orquesta”, que recuerda a Leonard Cohen, conforman buena parte de este muy buen disco en un año de grandes discos de rock argentino.
Pappo, de nuevo Pappo. Cuando el disco pega la última curva rumbo a la recta final, la campestre “Hasta el cielo” remite a su amigo, “el del «Blues de Santa Fe»”. “Para sobrevivir al mundo nuevo necesito el cinturón bien ajustado”, concluye Andrés Calamaro, siempre con un pie en el pasado y otro en este presente que lo encuentra en muy buena forma, incorporando una nueva obra robusta a su ya robusta discografía.